lunes, 19 de abril de 2010

Viñetas del corazón IV: ¡DE INFARTO!


Por Manolo Coss

A Jorgito González Riera, celebrando su vida en el primer aniversario
de mi infarto.



El monitor del corazón pitaba en todos los tonos y tiempos, la gráfica estiraba montañitas pa’rriba y pa’bajo en desorden, sin ritmo ni sentido, entonces se sucedieron tres palpitaciones fuertes, ¡bien fuertes!, y me dije “¡hostia, esta vez no es de chiste!”.

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Llegué al Hospital San Carlos Borromeo de Moca en la madrugada del sábado de Gloria de 2009 sudando frío y con un terrible dolor de pecho. La primera señal curiosa que me topé, fue justo frente a la entrada de la Sala de Emergencias donde se despliega luminoso el letrero de la funeraria del pueblo. “Aquí no pierden tiempo y ni gastan gasolina en mover los muertos de un lado a otro”, le dije en broma a mi amigo Iván, a quien saqué de su sueño playero y medio le estropeé los santos días feriados de abril.

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Sin preguntarme por el plan médico, ni que mediara firma alguna en el trámite, fui directo al cubículo de casos cardiacos de emergencia, me acostaron, conectaron al monitor, me pegaron veinte cables más, desde el pecho a los tobillos, e iniciaron un electrocardiograma.

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Los silbidos disparatados del emblemático aparato ponían la música en aquella escena de película. “Si oyes un pitido continuo y ves una sola rayita en el monitor, es que esto se jodió”, le solté con una sonrisa a Daisy quien tenía la cara casi tan blanca como la mía.

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Ya con un parche de nitroglicerina en el pecho, los pitidos fueron igualando la disciplinada cadencia del Bolero de Ravel y las montañitas gráficas del monitor empezaron a marchar en fila, toditas iguales. “¿Fue un infarto?, le pregunté a la enfermera que examinaba impávida el resultado del electro.

“No”, me contestó sin mucha credibilidad y se marchó.

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Una vez estable, me movieron a otro cubículo en espera de la evaluación del médico de turno. Ya eran las 7:30 am cuando llegó el doctor con aspecto de vacacionista extraviado y diagnosticó preliminarmente que había sufrido un “infarto leve”, aunque no se reflejaba en el electrocardiograma. “Te vamos a internar para hacer los exámenes de rutina y mantenerte bajo observación”, sentenció y de inmediato ordenó que me pusieran mi tormento por el resto del fin de semana: Tridil o nitroglicerina, directo a la vena… y de rebote ¡un campanario en la cabeza!

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El hospital de Moca es frío, o más bien, helado. El personal de enfermería viste a la moda esquimal, con abrigos gruesos y capuchas peludas, pero son atentos, eso sí, y hablan con un cantao de campo que les añade simpatía y da un toque especial de confianza al paciente capitalino.

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El resto de la estadía fue como cualquier fin de semana feriado que uno pasa en el hospital: tres muestras de sangre al día, un pinchazo subcutáneo en la barriga por turno, comida tan saludable como insípida, enfermeras atentas, otras aburridas y otras de un humor intratable, sabiéndose en la nevera clínica mientras el resto de la familia está en la playa.

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Y bueno, el aburrimiento fue menos desesperante porque a mi lado, las 72 horas de hospitalización, estuvo Daisy ocupando el espacio más valioso y menos reconocido por “establishment” médico, que es el de acompañante.

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La vida del acompañante de hospital no está bien documentada ni ha sido reconocida apropiadamente por la industria de la salud. Sin el/la acompañante, la rutina de los hospitales sería un caos, tendrían que contratar más personal interdisciplinario para poder atender las necesidades más variadas de los pacientes, que por estos tiempos prefieren llamar clientes.

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Por ejemplo, es ya casi un requisito que el/la acompañante tenga destrezas en el manejo de admisiones, facturación y cobro, autorización de planes médicos, enfermería práctica, mediación de conflictos, domine un vocabulario farmacéutico básico, además de estar en buenas condiciones de salud, no ser friolento y, sobre todo, no padecer desviaciones de la espalda, complicaciones del cuello y, muy importante, ¡no debe roncar!

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Aun con toda la ayuda que brindan y que son el “punching bag” (ahora le llaman “facilitadores”) entre el cuerpo médico y el paciente, en lugar de hacerles un monumento y celebrar el Día Nacional del Acompañante, les reservan los asientos más incómodos, duros y rígidos, capaces de molerle los huesos a cualquiera con una sola noche en vela.

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Me temo que el ensañamiento contra las y los acompañantes en los recintos hospitalarios, puede tener su origen en la milenaria guerra civil soterrada que libran médicos y enfermeras.

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Los primeros, siempre dejando claro que son el recipiente de la sabiduría divina custodiada celosamente por el Colegio de Médicos y Cirujanos y las segundas, siempre con el serrucho en la mano, anotando cada desliz y aprovechando el mínimo desacierto del doctor para lanzar un “inocente” comentario bañado en hiel como “y eso, que él es quien lo sabe todo…”

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Para completar, a esta proverbial y sorda trifulca se ha sumado en los últimos tiempos la guerra abierta y campal entre doctores y planes médicos, estos últimos ahora también propietarios de los hospitales.

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Y en el medio de la “tiraera”, zancadillas y dardos venenosos… queda indefenso el/la acompañante, víctima colateral del “fuego amistoso” intrahospitalario.

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Como en toda guerra, el más débil siempre debe procurar pactos que le permitan sobrevivir. Y si de alianzas se trata, lo más sabio es entablarlas con la enfermería, que es la tropa experimentada en los recovecos del sanatorio, quienes no pueden recetar ni decidir sobre lo que nos inyectan, pero sí conseguir una colcha calientita cuando empieza a hacer estragos la tiritante medianoche del hospital.