lunes, 16 de agosto de 2010

domingo, 6 de junio de 2010

Soneto para Ariana Paola














Soneto para Ariana Paola
En su quinto cumpleaños

Lleva el nombre de una diva
de abolengo italiano.
Rizos le llueven de arriba,
cascada de oro borincano.

Es menuda, pero altiva,
brisa fresca en el verano.
La multitud ella cautiva,
con solo mover una mano.

Ya está alta y muy brillante,
aprende y crece día por día
y no pasea más en coche.

Ababa y Tato van radiantes
y un astro llamado Tía
la besa todas las noches.
_________________________

Tu tíoabebo Manolo
3 de junio de 2010

lunes, 19 de abril de 2010

Viñetas del corazón IV: ¡DE INFARTO!


Por Manolo Coss

A Jorgito González Riera, celebrando su vida en el primer aniversario
de mi infarto.



El monitor del corazón pitaba en todos los tonos y tiempos, la gráfica estiraba montañitas pa’rriba y pa’bajo en desorden, sin ritmo ni sentido, entonces se sucedieron tres palpitaciones fuertes, ¡bien fuertes!, y me dije “¡hostia, esta vez no es de chiste!”.

***
Llegué al Hospital San Carlos Borromeo de Moca en la madrugada del sábado de Gloria de 2009 sudando frío y con un terrible dolor de pecho. La primera señal curiosa que me topé, fue justo frente a la entrada de la Sala de Emergencias donde se despliega luminoso el letrero de la funeraria del pueblo. “Aquí no pierden tiempo y ni gastan gasolina en mover los muertos de un lado a otro”, le dije en broma a mi amigo Iván, a quien saqué de su sueño playero y medio le estropeé los santos días feriados de abril.

***
Sin preguntarme por el plan médico, ni que mediara firma alguna en el trámite, fui directo al cubículo de casos cardiacos de emergencia, me acostaron, conectaron al monitor, me pegaron veinte cables más, desde el pecho a los tobillos, e iniciaron un electrocardiograma.

***
Los silbidos disparatados del emblemático aparato ponían la música en aquella escena de película. “Si oyes un pitido continuo y ves una sola rayita en el monitor, es que esto se jodió”, le solté con una sonrisa a Daisy quien tenía la cara casi tan blanca como la mía.

***
Ya con un parche de nitroglicerina en el pecho, los pitidos fueron igualando la disciplinada cadencia del Bolero de Ravel y las montañitas gráficas del monitor empezaron a marchar en fila, toditas iguales. “¿Fue un infarto?, le pregunté a la enfermera que examinaba impávida el resultado del electro.

“No”, me contestó sin mucha credibilidad y se marchó.

***
Una vez estable, me movieron a otro cubículo en espera de la evaluación del médico de turno. Ya eran las 7:30 am cuando llegó el doctor con aspecto de vacacionista extraviado y diagnosticó preliminarmente que había sufrido un “infarto leve”, aunque no se reflejaba en el electrocardiograma. “Te vamos a internar para hacer los exámenes de rutina y mantenerte bajo observación”, sentenció y de inmediato ordenó que me pusieran mi tormento por el resto del fin de semana: Tridil o nitroglicerina, directo a la vena… y de rebote ¡un campanario en la cabeza!

***
El hospital de Moca es frío, o más bien, helado. El personal de enfermería viste a la moda esquimal, con abrigos gruesos y capuchas peludas, pero son atentos, eso sí, y hablan con un cantao de campo que les añade simpatía y da un toque especial de confianza al paciente capitalino.

***
El resto de la estadía fue como cualquier fin de semana feriado que uno pasa en el hospital: tres muestras de sangre al día, un pinchazo subcutáneo en la barriga por turno, comida tan saludable como insípida, enfermeras atentas, otras aburridas y otras de un humor intratable, sabiéndose en la nevera clínica mientras el resto de la familia está en la playa.

***
Y bueno, el aburrimiento fue menos desesperante porque a mi lado, las 72 horas de hospitalización, estuvo Daisy ocupando el espacio más valioso y menos reconocido por “establishment” médico, que es el de acompañante.

***
La vida del acompañante de hospital no está bien documentada ni ha sido reconocida apropiadamente por la industria de la salud. Sin el/la acompañante, la rutina de los hospitales sería un caos, tendrían que contratar más personal interdisciplinario para poder atender las necesidades más variadas de los pacientes, que por estos tiempos prefieren llamar clientes.

***
Por ejemplo, es ya casi un requisito que el/la acompañante tenga destrezas en el manejo de admisiones, facturación y cobro, autorización de planes médicos, enfermería práctica, mediación de conflictos, domine un vocabulario farmacéutico básico, además de estar en buenas condiciones de salud, no ser friolento y, sobre todo, no padecer desviaciones de la espalda, complicaciones del cuello y, muy importante, ¡no debe roncar!

***
Aun con toda la ayuda que brindan y que son el “punching bag” (ahora le llaman “facilitadores”) entre el cuerpo médico y el paciente, en lugar de hacerles un monumento y celebrar el Día Nacional del Acompañante, les reservan los asientos más incómodos, duros y rígidos, capaces de molerle los huesos a cualquiera con una sola noche en vela.

***
Me temo que el ensañamiento contra las y los acompañantes en los recintos hospitalarios, puede tener su origen en la milenaria guerra civil soterrada que libran médicos y enfermeras.

***
Los primeros, siempre dejando claro que son el recipiente de la sabiduría divina custodiada celosamente por el Colegio de Médicos y Cirujanos y las segundas, siempre con el serrucho en la mano, anotando cada desliz y aprovechando el mínimo desacierto del doctor para lanzar un “inocente” comentario bañado en hiel como “y eso, que él es quien lo sabe todo…”

***
Para completar, a esta proverbial y sorda trifulca se ha sumado en los últimos tiempos la guerra abierta y campal entre doctores y planes médicos, estos últimos ahora también propietarios de los hospitales.

***
Y en el medio de la “tiraera”, zancadillas y dardos venenosos… queda indefenso el/la acompañante, víctima colateral del “fuego amistoso” intrahospitalario.

***
Como en toda guerra, el más débil siempre debe procurar pactos que le permitan sobrevivir. Y si de alianzas se trata, lo más sabio es entablarlas con la enfermería, que es la tropa experimentada en los recovecos del sanatorio, quienes no pueden recetar ni decidir sobre lo que nos inyectan, pero sí conseguir una colcha calientita cuando empieza a hacer estragos la tiritante medianoche del hospital.

jueves, 4 de febrero de 2010

Defensa de la utopía


Tomás Eloy Martínez, falleció el pasado domingo 31 de enero de 2010, dejándonos como herencia un maravilloso cofre lleno de palabras organizadas como novelas, ensayos, columnas, cuentos, etc. A las y los periodistas nos legó el más grande consejo profesional: "El periodismo no es un circo para exhibirse, sino un instrumento para pensar, para crear, para ayudar al hombre en su eterno combate por una vida más digna y menos injusta".
Más abajo su brillante ensayo titulado "Defensa de la Utopía", una lectura y hoja de ruta indispensable para todo periodista.
mc


Tomás Eloy Martínez / Periodista y escritor

Hace ya casi cuatro décadas, el 1 de enero de 1953, un joven periodista colombiano desembarcó en Maiquetía, el aeropuerto de Caracas, después de tres años de escribir en Roma sobre los ataques de hipo de Pío XII y de terminar los originales de su segunda novela en el invierno implacable de París. De la mano de dos colegas fraternales entró en Caracas, atravesó el fulgor de las autopistas y se emocionó ante los reflejos malvas que exhalaba el Avila en ese momento del crepúsculo. Antes de que pudiera disipar los sopores del viaje en avión por el Atlántico, fue abandonado en una sala de redacción sin ventanas, iluminada por sucios tubos de neón, donde un hombre flaco, nervioso, con anteojos oscuros, daba órdenes frenéticas y a menudo contradictorias a un par de vascos que se afanaban sobre una mesa de dibujo.

En la mitología que cada quien crea para su uso personal, ése ha sido para mí el instante en que nació en América Latina lo que se conocería después como «nuevo periodismo» o «periodismo literario», y el punto de partida del moderno periodismo cultural. La sala de redacción, ubicada en una casa desvencijada de San Bernardino, pertenecía a la revista semanal Momento. El joven colombiano se llamaba, como tal vez ustedes ya lo han adivinado, Gabriel García Márquez. Uno de los colegas que le habla dando la bienvenida en Maiquetía era Plinio Apuleyo Mendoza, jefe de redacción de Momento. Quien estaba con él era su hermana Soledad, que más tarde en la vida también dirigiría en este país revistas y suplementos. Aquellos vascos de la mesa de dibujo se llamaban --me han dicho-- Karmele Leizaola y Paul de Garat. Y al hombre de anteojos oscuros, Carlos Ramírez Mac Gregor, se lo conocía entonces en Caracas como «el loco», porque se había echado sobre las espaldas la irresponsable misión de editar una revista donde la realidad se parecía a las novelas.

Esa fundación mítica del periodismo cultural es un apólogo con tantos significados que aún ahora, treinta y siete años después, se puede leer como si fuera una noticia del periódico de mañana. Primero, porque la época en que sucedía esa historia coincidía con el nacimiento de la democracia, que se le había negado a Venezuela durante todo el siglo --con el fugaz intervalo de la presidencia de Rómulo Gallegos--, y que al fin era conquistada con un alto precio de sangre, torturas, exilios y cárceles. Y también porque en la redacción de Momento confluían hombres de otros rincones de la lengua española, aventados de sus patrias por las desventuras de la persecución política y de las guerras.

Las grandes crónicas de aquellos años fundacionales nacieron al amparo de una realidad que se iba creando a medida que se la escribía. Estaba a punto de secarse el dique de La Mariposa, y en vez de decirlo así, con esas palabras de álgebra, García Márquez inventaba a un personaje que para poder afeitarse en la ciudad sin agua se mojaba la cara con jugo de duraznos. Se caía a pedazos la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, y para no contar la historia como en los telegramas de las agencias de noticias, el joven narrador de La hojarasca explicaba que, a los hombres de la resistencia, «los días les estaban quedando cortos». Enriquecido por un lenguaje de novela, transfigurado en literatura, el periodismo desplegaba ante los ojos del lector una realidad aún más viva que la del cine. Todo parecía tan nuevo como si, al cabo de un largo olvido, las cosas pudieran ser nombradas por primera vez. ¿De dónde sino de ese instante salió el afán de ir inscribiendo el nombre verdadero de los objetos y las funciones para las que sirven, como se lee en Cien años de soledad?

Si aquellas crónicas revolucionarias fluyeron con naturalidad en la Caracas tempestuosa e incierta de 1958 fue porque habla una larga tradición que la hizo posible. El terreno había sido antes fecundado por José Martí en sus escritos para La Opinión Nacional durante los años de Guzmán Blanco, por los estremecedores relatos de Canudos que Euclides da Cunha compiló en Os Sertoés, por los cronistas apasionados del modernismo --Rubén Darío, Manuel Gutiérrez Nájera, Julián del Casal-- y por los escritores testigos de la Revolución Mexicana. A esa tradición se incorporaron más tarde los reportajes políticos que César Vallejo escribió para la revista Germinal, las reseñas sobre cine y libros de Jorge Luis Borges, los aguafuertes de Roberto Arlt, los medallones literarios de Alfonso Reyes en La Pluma, los editoriales de Augusto Roa Bastos en El País de Asunción. los cables delirantes que Juan Carlos Onetti escribía para la agencia Reuter, las minuciosas columnas barrocas de Alejo Carpentier y las crónicas sociales del mexicano Salvador Novo.

Todos, absolutamente todos los grandes escritores de América Latina fueron alguna vez periodistas. Y a la inversa: casi todos los grandes periodistas se convirtieron, tarde o temprano, en grandes escritores. Esa mutua fecundación fue posible porque, para los escritores verdaderos, el periodismo nunca fue un mero modo de ganarse la vida sino un recurso providencial para ganar la vida. En cada una de sus crónicas, aun en aquellas que nacieron bajo el apremio de las horas de cierre, los maestros de la literatura latinoamericana comprometieron el propio ser tan a fondo como en el más decisivo de sus libros. Sabían que, si traicionaban a la palabra hasta en el más anónimo de los boletines de prensa, estaban traicionando lo mejor de sí mismos. Un hombre no puede dividirse entre el poeta que busca la expresión justa de nueve a doce de la noche y el gacetillero indolente que deja caer las palabras sobre las mesas de redacción como si fueran granos de maíz. El compromiso con la palabra es a tiempo completo, a vida completa. Puede que un periodista convencional no lo piense así. Pero un periodista de veras no tiene otra salida que pensar así. El periodismo no es algo que uno se pone encima a la hora de ir al trabajo. Es algo que duerme con nosotros, que respira y ama con nuestras mismas vísceras y nuestros mismos sentimientos.

Aunque los Estados Unidos han reivindicado para sí la invención o el descubrimiento del periodismo literario, de las factions o de las «novelas de la vida real», como suelen denominarse allí los escritos de Truman Capote, Norman Mailer y Joan Didion, es en América Latina donde nació el género y donde alcanzó su genuina grandeza.

El periodismo encuentra su sistema actual de representación y la verdad de su lenguaje en el momento en que se impone una nueva ética. Según esa ética, el periodista no es un agente pasivo que observa la realidad y la comunica; no es una mera polea de transmisión entre las fuentes y el lector sino, ante todo, una voz a través de la cual se puede pensar la realidad, reconocer las emociones y las tensiones secretas de la realidad, entender el por qué y el para qué y el cómo de las cosas con el deslumbramiento de quien las está viendo por primera vez.

Siempre que las sociedades han estado a punto de cambiar de piel, los primeros síntomas de ese cambio han aparecido en la cultura. Piénsese en las canciones de los Beatles o en las novelas «del camino» de Jack Kerouac y se encontrará prefiguradas en ellas la rebeldía, la avidez mística y el heroísmo anárquico de las dos décadas que siguieron. Piénsese en la soledad escéptica de los personajes que aparecen en las novelas que Raymond Carver o Paul Auster escribieron en los años 80 y se obtendrá un retrato cabal de las reivindicaciones capitalistas de este final de siglo. En la cultura es posible descubrir los modelos de realidad que se avecinan y que aún no han sido formulados de manera consciente.

Imagínense cuánta responsabilidad entraña dar cuenta de eso. No sería posible cumplir cabalmente con semejante misión si cada quien, ante la hoja o la pantalla en blanco, no se repitiera una vez y otra: «Lo que escribo es lo que soy, y si no soy fiel a mi mismo no puedo ser fiel a quienes me lean». Sólo de esa fidelidad nace la verdad, aunque de esa verdad nacen siempre los riesgos.

Estos son tiempos de dispersión y de desencuentro para la cultura de América Latina. El continente que hasta hace apenas un cuarto de siglo parecía férreamente unido exhibe ahora graves signos de intolerancia e incomunicación. Desde la metrópoli nos anunciaron que había llegado el fin de la historia --lo que también significa el fin de las utopías-- y nos vaticinaron una era de bonanza bajo el modelo triunfante del neoliberalismo. La mayoría de nuestros gobiernos democráticos han aceptado ese credo, con la certeza de que las miserias actuales afrontadas por los pueblos latinoamericanos serán compensadas por las abundancias del futuro. «Para que haya menos pobres es necesario que, antes, los ricos sean mucho más ricos», afirma la doctrina neoliberal. Ese mandato de resignación se asemeja al de las religiones fatalistas: «Para entrar en el reino de los cielos es necesario ser antes humillado y ofendido». Los vaticinios han sido errados, no porque nuestros pueblos sean impacientes o insensatos, sino porque la resignación termina donde empieza la voluntad de sobrevivir.

Es en el orden de la cultura donde el neoliberalismo ha resultado más pernicioso en América Latina. Esperábamos que las consignas de libertad sirvieran para derribar muros, fronteras, y para fortalecer la unidad de nuestras naciones a la sombra de un proyecto de bien común. Por lo contrario, estamos más divididos que nunca: hemos dejado de leer nos los unos a los otros, porque las incesantes convulsiones de la realidad y la necesidad imperiosa de sobrevivir en un afuera siempre hostil nos consumen las energías y los sueños. Hemos dejado de vernos, de oírnos, de conocernos. El modelo neoliberal ha tornado tan alto el precio de cualquier conocimiento que todo lo que podríamos ser se nos escapa de las manos día tras día. Se han acentuado los nacionalismos, los regionalismos, los fanatismos y todas esas odiosas vallas que tanto empobrecen la condición humana. Somos más débiles como naciones, porque ya no podemos negociar unidos con los poderes de las metrópolis, sino que debemos hacer todo por separado y a espaldas los unos de los otros.

Hubo momentos de la historia en que América Latina alzó la voz como si su inteligencia, sus emociones y su lengua fueran una sola. Cada vez que el continente podía hablar al unísono, despuntaba en la cultura una nueva edad de oro. Sucedió en las décadas de lucha por la Independencia. Sucedió en los años del primer centenario de las revoluciones nacionales (que fueron también los años de la revolución mexicana), cuando los grandes poetas de América acudían a Buenos Aires para celebrar la inminente grandeza de nuestras naciones; también sucedió en los años 60, cuando la revolución cubana nos encendió el espíritu y La Habana se convirtió en el viento que parecía poner fin a todas las mordazas de la inteligencia. Y también, aunque de un modo más desordenado y clandestino, sucedió en los aciagos 70, cuando las dictaduras militares arrojaron su sombra sobre todos nosotros y sólo la conciencia de que estábamos juntos nos ayudaba a resistir.

Una de las secretas fuerzas del periodismo de buena ley es su capacidad para fortalecerse en la adversidad, para soslayar las censuras y las mordazas, para cantar cuatro verdades y seguir siendo incorruptible e insumisa cuando a su alrededor todos callan, se someten y se corrompen. Se han probado ya las más diversas armas para acallar su voz incómoda: se lo ha reprimido con la prisión, con el cepo, con la hoguera; se lo ha tratado de espantar con bombas a medianoche y asesinatos en el resguardo de las redacciones; se han probado el soborno, la seducción de los premios y de los honores, el hospicio, las amenazas de muerte, el exilio, sin conseguir que el periodismo sepulte o domestique sus verdades. Una de las últimas estrategias del Poder fue simular indiferencia. Cada vez que el periodismo alzaba su voz, el Poder no oía. La sordera, los desaparecidos y la simulación de ignorancia ante los crímenes del Estado fueron las grandes contribuciones de las dictaduras militares del Cono Sur a la historia política. Cuando el Poder se declara iletrado, cuando el Poder no lee, la escritura no lo lastima. Algunas democracias neoliberales han asimilado esa lección.

Hasta hace cuatro décadas, las páginas culturales eran el único espacio de libertad en los medios. Los empresarios menos conformistas acuñaron por entonces un precepto que pronto se convirtió en patrón de conducta: según esa regla de oro, los periódicos debían ser independientes en sus informaciones políticas y conservadores en las secciones económicas. Con la cultura se podía ser osado, utópico, rebelde o «de izquierda», como solía decirse entonces. A la cultura nadie le prestaba demasiada atención. La cultura era la loca de la casa.

El advenimiento de la revolución cubana alteró esos códigos de comportamiento, porque la cultura comenzó a convertirse en un espacio incontrolable de debate político. En el siglo XIX, el Poder podía enmendar o tomar a la ligera los testimonios del periodista. Un ejemplo memorable de ese desdén fue la actitud que asumió el editor del diario La Nación de Buenos Aires, Bartolomé Mitre, cuando José Martí envió desde Estados unidos una crónica sobre las elecciones presidenciales de 1880. Como lo que Martí relataba era un proceso democrático, Mitre neutralizó la información con un título que la negaba como verdad: «Narraciones fantásticas». Inseguro de la eficacia de su advertencia, añadió esta aclaraci6n: «Martí ha querido darnos una prueba del poder creador de su privilegiada imaginación enviándonos una fantasía que, por lo ingenioso del animado y pintoresco del desarrollo escénico, se impone al interés del lector. Solamente a José Martí, el escritor original y siempre nuevo, podría ocurrírsele pintar a un pueblo, en los días adelantados que alcanzamos, entregado a las ridículas funciones electorales...»
En la segunda mitad de este siglo, en cambio, la amplitud y celeridad de los mecanismos informativos impidió que los textos quedaran sometidos a las manipulaciones que padeció Martí. Los escritores entablaron un diálogo de igual a igual con el Poder, y las crónicas de los corresponsales-escritores dejaron de tener la función inocua e inofensiva que se les había adjudicado.

Hacia atrás, a lo largo de todo el pasado, el Poder había podido imponer su voluntad impunemente. La escritura de la historia era, en última instancia, la escritura del Poder. Cuando la escritura transgredía las conveniencias del Poder, se la suprimía, se la vetaba, se la silenciaba. A sor Juana Inés de la Cruz le vetaron el saber y el decir. Se lo vetaron por mujer, porque una mujer no podía saber. Y se lo vetaron por monja, porque una monja no tenía derecho a decir. A fray Servando Teresa de Mier le prohibieron los sermones y a Simón Rodríguez le censuraron las enseñanzas porque en ambos las palabras eran como una llama sin freno: quemaban todo lo que tocaban. Se les llamó locos, porque la transgresi6n y el coraje han sido siempre para el Poder lenguajes de locura, como bien lo supieron las Madres de la Plaza de Mayo --«las locas»-- cada vez que alzaron la voz.

No bien la escritura se dio cuenta de que podía entablar un diálogo de igual con el Poder, se multiplicaron las estrategias para cerrarle el camino. En un libro memorable, Idea de la Historia, el filósofo inglés Robin George Collingwood advirtió que «sólo lo que se escribe es histórico», sólo lo que ha sido escrito permanece. En el pasado, bastaba con prohibir o excomulgar: la amenaza del patíbulo garantizaba el silencio de los insumisos. Pero ahora, ¿qué podía hacer el Poder? Se imaginaron diversos recursos: las asfixias económicas, los vetos publicitarios, la suspensión, el cierre o la mera compra de los medios, las coimas, mordidas o palangres, las ofertas de cargos públicos, para citar sólo aquellos recursos que parecen más civilizados. Una forma sutil y sinuosa de neutralizar el vigor de la palabra fue apagar ese vigor desde su propio nacimiento. Para lograrlo, se incitó al escritor a que descuidara su instrumento. A un escritor que desafina nadie lo lee.

En los tiempos en que Collingwood publicó su Idea de la historia, se dividieron las aguas de la inteligencia. Algunos creadores se declararon impotentes ante la barbarie del poder y partieron al exilio, para salvar la dignidad o, en los casos extremos, para salvar la vida. Es el camino que emprendieron Thomas Mann, Fritz Lang, Bela Bartok, Hermann Broch. Otros inclinaron la cerviz y se entregaron, como parece haber sucedido con Heidegger y con Richard Strauss. Otros supusieron erradamente que debían sacrificar lo que pensaban o callar lo que veían en nombre de un proyecto político superior. A esa tentación cedieron miles de los mejores intelectuales de Occidente, seducidos por los espejismos del «padrecito Stalin», con excepciones tan honrosas y singulares como la de André Gide. Se creía entonces que era preciso callar en nombre de cierta conveniencia política, de cierto futuro, sin advertir que no hay modo más brutal de enajenar el propio futuro que el silencio, puesto que el silencio siempre acaba convirtiéndose en complicidad.

Es verdad que, en algunos casos, la brutalidad del Poder impone la retórica excluyente del silencio. Para poder hablar después hay que sobrevivir ahora. Ésa fue la desgarradora alternativa que afrontaron los internados de los campos de concentración, donde quiera existieron esos campos: en Auschwitz, en la isla Dawson, en las «peceras» de Buenos Aires. ¿Enfrentarse al Poder con la certeza de la derrota o fingir resignación ante el Poder para dar luego testimonio de la ignominia? Pero cuando el silencio dura demasiado tiempo, la palabra corre el riesgo de contaminarse, de volverse cómplice. Para hablar hace falta valor, y para tener valor hace falta tener valores. Sin valores, más vale callar.

Hace poco más de diez años, a medida que se iba reconquistando la democracia en Brasil, Uruguay, Argentina, Chile o Bolivia, algunos periodistas pensaron que debían callar los errores de la democracia porque la sombra de las dictaduras militares todavía se alzaba en el horizonte y señalar los tropiezos de algo por lo que tanto se había luchado y que era tan fresco aún, tan inmaduro, equivalía a una traición. Para cuidar la democracia, se pensaba, era preciso disimular los pasos en falso de la democracia. Y sin embargo, nada es menos democrático que callar. ¿Qué sentido tendría proteger a la democracia privándola de su razón de ser: la libertad de pensar, de expresar, de saber? ¿Para qué queremos la democracia si no nos atrevemos a vivirla?

Hay que cuidar las formas, me repetía un jefe de redacción en el diario donde me inicié cuando era adolescente. Hay que conciliar, me decía, hay que entender el juego del Poder. Esa fue la primera enseñanza contra la cual me sublevé. Siempre he pensado (y éste es un tema para discutir largamente) que el periodismo no tiene sino dos formas que cuidar: la de su herramienta --el lenguaje--; y la de su ética, que no responde a otro interés que el de la verdad. No tiene por qué conciliar, con nada ni con nadie. Su misión es en eso idéntica a la del artista: revelar los abismos y las luces más secretos del hombre, agitar las aguas, estimular la imaginación, provocar el cambio, luchar sin sosiego para que las perezas y los conformismos que adormecen la inteligencia sean derribadas con el mismo estrépito liberador que hace tres milenios hizo caer las murallas de Jericó.

Si el periodista concilia, si transa con el Poder, si se vuelve cómplice de la mentira y de la injusticia, no sólo está traicionándose a sí mismo. Traiciona, sobre todo, la fe que el lector ha puesto en él, y con eso destroza el mejor argumento de su legitimidad y el único escudo de su fortaleza.

Entre la misión del artista y la del periodista hay, sin embargo, una diferencia esencial: la naturaleza del diálogo que cada uno de ellos establece con el público. Para el artista, crear pensando sólo en el éxito es algo suicida, porque cuando el arte trata de satisfacer a todo el mundo termina por no satisfacer a nadie. El diálogo entre la obra de arte y el público nace sólo cuando la obra ya está terminada. Hasta ese momento, nada debe contar para el artista: ni la música de los aplausos ni los halagos de lo que está de moda. Lo único que importa en el momento de la creación es la fidelidad del artista a lo que él es.

El periodista, en cambio, está obligado a pensar todo el tiempo en su lector, porque si no supiera cómo es ese lector, ¿de qué manera podría responder a sus preguntas? En el periodista, entonces, hay una alianza de fidelidades: fidelidad a la propia conciencia, fidelidad al lector y fidelidad a la verdad. El lector es siempre un factor mucho más activo y exigente de lo que algunos empresarios suelen suponer. A la avidez de conocimiento del lector no se la sacia con el escándalo sino con la investigación honesta, no se le aplaca con golpes de efecto sino con la narración de cada hecho dentro de su contexto y de sus antecedentes. Al lector no se lo distrae con fuegos de artificio o con denuncias estrepitosas que se desvanecen al día siguiente, sino que se lo respeta con la información precisa. Cada vez que un periodista arroja leña en el fuego fatuo del escándalo está apagando con cenizas el fuego genuino de la información. El periodismo no es un circo para exhibirse, sino un instrumento para pensar, para crear, para ayudar al hombre en su eterno combate por una vida más digna y menos injusta.

Porque, a semejanza del artista, el periodista es también un productor de pensamiento. En este fin de siglo neoliberal tan orgulloso de sus certezas, tan convencido de que ya hemos llegado al «fin de la historia», la cultura tiene la misión de ver la realidad como una enorme interrogación, como una perpetua duda, y de imaginar el futuro como una incesante utopía. El hombre se ha movido en las oscuridades de la historia a golpes de utopía, y la utopía es lo que ha permitido al hombre seguir teniendo fe en la historia.

En casi cada país de América Latina que he visitado me dicen que estos son los tiempos más difíciles que se han vivido. ¿Alguna vez, sin embargo, nuestros tiempos han sido de otro modo? Los tiempos difíciles suelen ser aquéllos en que uno se formula las preguntas importantes y en que, para sobrevivir, necesita contestar a esas preguntas lo antes posible. Cuando Atenas produjo las bases de la civilización, afrontaba conflictos políticos y padecía a líderes demagógicos semejantes a muchos de los que hoy se ven por estas latitudes. Y sin embargo, Arist6teles imaginó las premisas de la democracia a partir de los rasgos que tenía entonces Atenas. En el siglo XVII nadie podía imaginar tampoco hacia dónde se encaminaba Inglaterra. Se sucedían las guerras de religión y de conquista, los reyes iban y venían del cadalso, pero del magma de esas convulsiones brotaron las grandes preguntas de la modernidad y las geniales respuestas de Locke, de Hume, de Francis Bacon, de Newton, de Leibniz y de Berkeley. Del caos de aquellos años nacieron las luces de los tres siglos siguientes.

Algo semejante está sucediendo ahora en América Latina. Cuando más afuera de la historia parecemos, más sumidos estamos --sin embargo-- en el corazón mismo de los grandes procesos de cambio. En tanto periodistas, en tanto intelectuales, nuestro papel, como siempre, es el de testigos. Somos testigos privilegiados. Por eso es tan importante conservar la calma y abrir los ojos: porque somos los sismógrafos de un temblor cuya fuerza viene de los pueblos.

Hacia dónde nos están llevando los vientos de la historia es algo difícil de ver o predecir ahora. Sólo sé que en este confuso filo del milenio, tenemos que ponernos a pensar juntos. Es preciso renovar las utopías que languidecen en el cansado corazón del hombre. Una de las peores afrentas a la inteligencia humana es que sigamos siendo incapaces la libertad y en la justicia. No me resigno a que se hable de libertad afirmando que para tenerla debemos sacrificar la justicia, ni que se prometa justicia admitiendo que para alcanzarla hay que amordazar la libertad. El hombre, que ha encontrado respuesta para los más complejos enigmas de la naturaleza no puede fracasar ante ese problema de sentido común.

Ya que fue cerca de aquí, en Caracas, donde el periodismo latinoamericano tomó conciencia por primera vez, hace treinta y siete años, de que podíamos narrar el mundo a nuestra manera, con un lenguaje que no se parecía a ningún otro, me parece justo que sea aquí, en Cartagena donde al fin de cuentas empezó esa historia) donde afirmemos nuestro derecho a reclamar un mundo que no se parezca a ningún otro, y que pongamos nuestra palabra de pie para ayudar a crearlo.

Santa Fe de Bogotá, Colombia, 1996

viernes, 15 de enero de 2010

El lado obscuro de la elección chilena


Encuestas y apuestas en Chile

Por Ernesto Carmona (especial para ARGENPRESS.info)

Sebastián Piñera “gana” con 50,9% y Eduardo Frei alcanza 49,1%: el resultado de esta encuesta y la decisión de Marco Enríquez-Ominami (ME-O) de apoyar al candidato oficialista “para cerrarle el paso a la derecha” son los hechos más relevantes de las jornadas vísperas de las elecciones chilenas del domingo 17 de enero.

La encuesta Mori, difundida el 13 por la socióloga Marta Lagos, informó que la intención de voto del 40,8% –de 1.200 personas mayores de 18 años consultadas “cara a cara” entre el 1 y el 9 de enero– se pronunció a favor de Piñera, 39,4% dijo que votará por Frei, 7% votará nulo o blanco y 12,8% no vota, no sabe o no responde. Cómo sólo son válidas las preferencias adjudicadas a los candidatos, Piñera tendría mayoría absoluta (más de la mitad + 1 voto) que exige la ley, con una ventaja 1,8%, equivalente a 124.869 votos.

Empero, el 1,8% resulta inferior al margen de error de 3% de la muestra, de modo que el guarismo puede variar abajo o arriba. La pelea será voto a voto y captar a electores de ME-O es crucial para ambos candidatos, principalmente porque después de conocida la encuesta el joven político decidió apoyar a Frei. La muestra se cerró el 9 y no cubrió los estados de ánimo creados por el debate por TV, ni el impacto de la adhesión de ME-O, cuya votación en diciembre fue de 20,1 %.

Después de la primera vuelta se difundieron tres encuestas de escasa credibilidad, ninguna “cara a cara” y todas vinculadas a diarios de El Mercurio y universidades de extrema derecha. La encuestadora Mori anticipó al ganador en las elecciones 1993, 2000 y 2006, en tanto la socióloga Lagos acertó en las elecciones de 1988, 1989 y 2003 desde la encuestadora Cerc: en 2006 dieron 53% a Bachelet (obtuvo 53,5%) y 47% a Piñera (alcanzó 46,5%).

Medios sin independencia


La encuesta también demuestra que en Chile no existe prensa diaria independiente. Sólo 17% dice que El Mercurio (de Agustín Edwards) y La Nación (del Estado) son independientes, mientras 22% atribuye “independencia” a La Tercera (de Álvaro Saieh). La mitad de la población no sabe o no responde si los diarios son independientes o no, explicó la responsable de la encuesta. Dijo: “Todo lo anterior muestra que Chile está lejos de tener una prensa “independiente” a los ojos de la población y esto vale la pena consignarlo en el momento en que Chile entra a la OECD, para poder medir la evolución de este importante indicador del grado de desarrollo de un país, cual es contar con prensa independiente”.

La decisión de ME-O de “cerrarle el paso a la derecha” fue valorada por Frei, pero muy criticada por ciertas cúpulas de la Concertación que la estimaron tardía o soberbia, porque no lo aludió por su nombre sino como “el candidato que obtuvo el 29,6%” en diciembre (1.003.012 votos menos que los 3.056.526 de Piñera).

Los votos ME-O son ahora más anhelados que nunca. Según la encuesta, el 44% de sus 1.396.655 sufragios se volcarán a Frei, 20% a Piñera, 21% serán nulo/blanco y 15% no sabe o no votará. En segunda vuelta siempre vota menos gente que en la primera, y esta vez, según la encuesta, el nivel histórico de 3% de votos blancos/nulos se elevaría a 7%, con 3% proveniente de electores ME-O. La encuesta, terminada dos días antes del último debate por TV, se difundió horas después que ME-O anunciara que votaría por Frei y dejaba en libertad a sus adherentes, de modo que no registra el impacto de esos hechos. Lagos dijo que para revertir sus pronósticos debería volcarse a Frei la mitad de los votos nulo/blanco de ME-O. Y eso equivale a 143.813 sufragios, 18.944 votos más que la frágil ventaja atribuida a Piñera en la encuesta.

Legitimidad democrática cuestionable

La legitimidad del sistema democrático chileno deja mucho que desear, según el análisis de las cifras electorales oficiales citadas por la encuesta. En el juego democrático está participando sólo el 59% de la población mayor de 18 años. El futuro presidente será elegido por 6.937.519 electores de un total de 11.754.007 ciudadanos potencialmente aptos para votar, donde 31% no se ha inscrito.

La inscripción electoral es voluntaria, en cambio el acto de votar es obligatorio y, en teoría, no sufragar amerita una sanción. Existen 3.643.742 ciudadanos habilitado para elegir que no quieren inscribirse, y a este grupo debería añadirse el 12,8% de abstención (1.038.114 personas), y luego, sumar aquellos 284.369 que votaron en blanco (85.014) o nulo (199.355), cuya postura crítica ante la política de cogollos nunca se toma en cuenta.

La suma de no inscritos, inscritos renuentes a votar y quienes votan blanco/nulo representan el 41% de la población chilena apta para elegir su presidente (a). En números redondos, 4 de cada 10 chilenos no se interesan en el juego. La magnitud de la no participación se parece demasiado a las cifras que invoca la dictadura de Honduras cuando reivindica la “legitimidad” de su parodia electoral.

Los electores que en diciembre se abstuvieron de votar, más quienes votaron blanco/nulo ascendieron a 1.436.824, cifra parecida al codiciado botín de 1.396.655 electores que ME-O dejó en libertad de acción. La suma de ambos sectores identifica a 2.833.479 ciudadanos inscritos, 41% del electorado que en diciembre expresó algún grado de disconformidad con el sistema político imperante, de cúpulas partidarias omnipotentes, prácticamente estalinianas y que existen en las tiendas de todo el espectro. Si se agregan los 3.743.742 no inscritos existiría un 55,12% de chilenos mayores de 18 años con una visión crítica sobre el juego democrático y los barones de la política, o sea, 6.477.221 ciudadanos (as).

La encuesta reveló un 49% de insatisfechos con el funcionamiento de la democracia en Chile, contra 42% detectado en Enero de 2006. Los satisfechos descendieron desde el 56% detectado hace 4 años a 49% en enero 2010. Sólo 37% siente que lo representan determinados partidos políticos, cifra menor al 41% de 2006. Un 8% no respondió o dijo no saber si está representado, el doble del 4% de 2006.

El interés por la política también decreció en los últimos 21 años. En el plebiscito SI o NO que en 1988 aprobó el término de la dictadura de Pinochet participó el 98% del padrón electoral, entonces de 7.435.913 electores, es decir, votaron 7.251.930 personas. Veintiún años después, en diciembre pasado, la participación real descendió en 1%, a 7.221.880 electores, pese a que en más de dos décadas se inscribieron 849.273 nuevos votantes, cantidad ciertamente modesta. Desde la segunda vuelta de Michelle Bachelet en 2006 se registraron sólo 64.289 nuevos votantes.

Una de las exigencias de ME-O para apoyar a Frei fue una ley de inscripción automática y votación voluntaria (en futuras elecciones), y aunque el gobierno la envió al parlamento son urgencia, la iniciativa fue abortada por el derechista senador saliente ex DC Adolfo Zaldívar. Antes, el mismo proyecto fue bloqueado por los propios “lores” del oficialismo.

En el análisis de los resultados electorales de diciembre suele ignorarse la debilidad de Piñera en la primera vuelta –comentó Lagos– , al obtener escasos 3.056.526 votos, con 236.394 sufragios menos que en la segunda vuelta de 2006. Aquella vez, en primera vuelta la derecha (Piñera + Joaquín Lavín) alcanzó el 48% y en diciembre Piñera obtuvo apenas 44%.

El pinochetismo vive y colea


Un aspecto relevante de la encuesta, pero ignorado por los grandes medios, es la vigencia del pinochetismo sin Pinochet “realmente existente”. El 86% de de los votantes de Piñera que tenían derecho a voto en 1988 apoyaron al dictador, mientras 70% de los adherentes de Frei rechazó a Pinochet (los encuestados jóvenes no votaban en 1988). Sólo 14% de votantes por Piñera estima que la dictadura de Pinochet fue mala, mientras lo mismo piensa el 81% de los votantes de Frei.

La dualidad negocios-política de Piñera es aceptada por el 62% de sus partidarios, mientras 27% opina que tiene un conflicto de intereses. La vigencia de la Concertación también está en entredicho y en los hechos ya se amplió al incorporar indirectamente a los comunistas. El 76% de los votantes de Frei dice que la Concertación se mantiene vigente, mientras el 80% de los votantes de Piñera sostiene lo contrario. Una consecuencia de esta elección será por lo menos un aggiormiento de la alianza de gobierno.

Respecto al perfil ideológico “liberal versus conservador” de los candidatos, la gente considera más “liberal” a ME-O, “lo que a la vez dice mucho de su electorado”, comentó Lagos. Incluso, lo ven más “liberal” que al socialista disidente Jorge Arrate, mientras Frei y Piñera exhiben una valoración conservadora similar y “representan un Chile más conservador, como la mayoría del país”, reflexionó la socióloga. En la escala “liberal-conservador” de 0 a 10, ME-O registra 3,9, Arrate 4,2, Frei 7,41 y Piñera 10. Esta visión sitúa a Piñera en la extrema derecha y a Frei en el centro, que hoy se alude como “centro-izquierda”. (La derecha hoy se califica directamente a Frei y a la Concertación como “la izquierda”, como para introducir “miedo”).

En la escala de 0 a 10 “izquierda-derecha” ME-O se sitúa en 4,1, no muy lejos de Frei (4,76), aunque está suyo en la escala “liberal-conservador”. Piñera fue valorado 8,92, muy cerca del 10, que para la encuesta es la derecha máxima. “En otras palabras, opinó Lagos, la escala “izquierda-derecha” nos dice menos sobre esta elección que la escala “liberal-conservador” (Arrate se ubica en el 1,6 “izquierda-derecha”). “Si en algún momento se dijo que no había mucha diferencia entre los candidatos, estos datos muestran todo lo contrario, los electores distinguen grandes diferencias entre ellos”, aseguró Lagos. “La campaña no ha reflejado en toda su dimensión estas diferencias. La política importa para los electores que eligen a su candidato por su pasado, por el sector en que están, por los valores que han defendido”.

Comentario final


Al parecer, mucha gente no asocia a Piñera con los peores males del capitalismo salvaje, porque según la encuesta internacional de la compañía británica GlobeScan, encargada por la BBC para "celebrar" en noviembre la caída del Muro de Berlín, entre 29.033 encuestados en 27 países los chilenos lideraron la postura por un gobierno más activo en el control del capitalismo salvaje: 9 de cada 10 ciudadanos pidieron más acción gubernamental en la redistribución de la riqueza (algo que no está en la cabeza de Piñera), mientras 84% reclamó más acción del gobierno en la regulación del capitalismo e incluso 72% abogó por más propiedad estatal en la economía.

La encuesta tuvo escasa difusión porque los resultados mostraron un rechazo mundial de 74% al capitalismo neoliberal contemporáneo tal como existe hoy. En 2005 GlobeScan detectó en 20 países una mayoría de 63% favorable al capitalismo como el mejor sistema posible. Estos fueron los resultados obtenidos en Chile:

- 91% opinó que el gobierno debe tener un rol más activo en la distribución uniforme de la riqueza, solamente 5% apoya un papel menos activo y 3% prefiere el rol actual.
- 84% pidió una mayor presencia del gobierno en la actividad reguladora del capitalismo, mientras 9% clama por un rol menor y 3% apoya el papel actual.
- 72% reclamó más control gubernamental de industrias importantes (minería, energía, etc.), mientras 11% quiere menos control y 9% prefiere el actual.
- 59% dijo que el colapso de la Unión Soviética fue positivo, mientras 11% estima que fue malo y 30% no ofreció respuestas.
- 48% declaró que el capitalismo de libre mercado libre tiene problemas que se deben resolver con más regulación y reformas, pero el 20% cree que se necesita un sistema distinto y apenas 5% estima que el mercado libre es aceptable sin cambios.

Ernesto Carmona, periodista y escritor chileno.